lunes, 21 de julio de 2008

Aves de paso

-¿Puedo besarte?

Me hizo gracia que me lo preguntara. Ya hacía rato que cada paso que dábamos y cada palabra que decíamos conducía al beso que estaba a punto de darme, y que efectivamente me dio sin esperar mi respuesta, suave y casi tímido al principio, de inmediato más profundo.

Sus manos, liberadas por el permiso tácito que aquel beso le había dado, iniciaron un paseo por mi cuerpo con la misma cadencia de sus labios, primero la yema de los dedos perdiéndose por los hombros y los brazos, ligera, tanteando el terreno. Después la palma, buscando ya las piernas, la cintura, la espalda, acomodándose donde no pareciera ansiosa, llegando poco después a los límites de lo que había buscado desde el comienzo.

Cuando sus dedos cruzaron la frontera de mi piel, me encontraron ya dispuesta. Él sabía y yo sabía, y de nada hubiera valido mostrarse cautelosa o remisa. Le dejé bucear en mis ríos, me dejó encontrar su ansiedad. Yo misma le cogí de la mano y le guié hasta la cama, cada uno dejó caer la ropa que el otro había desabrochado, apartado, subido.

No nos dimos tiempo para ternuras ni reproches. Cumplimos el rito como aquellos que se saben el guión, él seguramente pensando en otra, yo ciertamente pensando en otro. Formulamos las promesas correspondientes, sabiendo que al amanecer ya no las recordaríamos.

Los dos hicimos todo lo que se esperaba de nosotros. A altas horas dijo que tenía que irse, lo miré vestirse desde la cama, le acompañé hasta la puerta.

-Te llamo, ¿vale?

Cerré la puerta a sus espaldas. Sabía que no llamaría nunca. Las aves de paso nunca vuelven a posarse en el mismo árbol.


Texto tomado en préstamo desde El Escondite de Anaïs




[Sabina & Serrat, Aves de Paso]