domingo, 2 de septiembre de 2007

"El motor que mueve al mundo" (?)

Dedicado a mi camarada Andy, alias Rozamel (directamente desde Maracaibo), alias Copérnico, alias...... el más fraternal y anti-light-co de todos, ya que éste texto se debe a ti. Si vieras esto, estoy segura que con tu humor particular entenderías perfectamente el sentido del post y de la fotografía adjunta... porque ambos vivimos "bajo la marca de Caín", ya nos reencontraremos a su debido tiempo.


La verdad es que los últimos acontecimientos que se hiperventilan en la prensa, por estos días en este sabrosón terruño del fin del mundo, me han arrojado a ciertas reflexiones, inevitables por lo demás, que quise volcar en estas líneas, abandonando por un momento mi lucha revolucionaria y mi compromiso con el “Sueño Chavista”. Eso de que la Kenita Larraín*** vuelve a reencontrarse con el (presa de ponche) Chino Ríos después que este “campeón de la insensibilidad”, como lo retrató ella, la dejara abandonada a su suerte en Costa Rica, en medio de un feroz accidente, muy confuso por lo demás, pero no por ello menos tragicómico, nos dejó sorprendidos. Mi acromegálico sentido común, me hizo esbozar frente a esta “noticia”, la populachísima expresión: “Vaya, debe ser el Amor, nada más ni nada menos”. Me desdoblé, me escuché a mí mismo, y admito que no fue mi mejor momento de reflexión. En fin. Y no se trata tampoco que me esté afectando una sobredosis fulminante producto de una inyección a la vena de culebrones como Corín Tellado, y otros afines de esa sub-literatura. No. Una inflexión del ser quizás, al decir Aristotélico. No creo. Ni eso. La cuestión de abordar el tema del amor, ya lo sé, es, a priori, una vulgaridad, un puto lugar común, uno de los tópicos más manoseados de la literatura y la ciencias afines de la sicología y la sociología. Pero qué va.

Desde “caída la noche de los tiempos”, filósofos y artistas han tratado el asunto con obsesiva-compulsiva insistencia, y probablemente no haya habido nunca un solo ser humano que, llegado a la edad de la razón, si es que existe tal cosa, no le haya dedicado al tema una buena cantidad de seseos.

Todos creemos saber del amor, todos creemos entender algo del amor. Y, sin embargo, continúa siendo una materia viscosa-alquitranada, el reino de la confusión y lo enigmático. El paraíso para esos eternos confundido(a)s que pululan a destajo por “el ancho y ajeno Mundo”, como diría Ciro Alegría.

Las dificultades comienzan desde el principio, obvio, a la hora de definir el alcance mismo de la palabra. En general cuando nos referimos al Amor sin más, no solemos estar hablando de esa emoción imprecisa y amplia que engloba a los hijos y a los amigos, sino al llamado amor sentimental entre dos personas. Dicho amor singular se solapa con la idea de la pasión, de pasiones concretas, historias luminosas o terribles de personajes más o menos célebres, parejas de la antigüedad o coetáneas que rozaron el Cielo y el Infierno.

Hablar de la pasión, es referirse al Caos. A Amazonas de sangre escarlata desbordando nuestras caudalosas venas y arterias al solo roce y contemplación del Otro. ¿Qué es lo que define a la pasión, cual es la característica sustancial que nos hace reconocerla? ¿Tal vez un ingrediente sexual desenfrenado? Pues no, porque existen las pasiones platónicas, los amores galantes de los trovadores, el Quijote con su Dulcinea, la Beatriz de Dante. Se diría más bien que la esencia de lo pasional es la enajenación que produce: el enamorado sale de sí mismo y se pierde en el otro, mejor dicho, en “lo que imagina del otro”. En jerga informal, se dice “...Fulano está chalado por esa mujer”, o mejor aún “está empotado con ella...” y viceversa.
Porque la pasión, y éste es el segundo rasgo fundamental, es una especie de Nirvana Sensual tapiado a la rápida, que se OXIDA A VELOCIDAD LUZ en contacto con la siempre inoportuna Realidad. La pasión parece exigir siempre una alta dosis de frustración, la imposibilidad de cumplimiento de lo ensoñado, en definitiva. Como decía el ensayista suizo Denis de Rougemont en El amor en Occidente, “el amor feliz no tiene historia. Sólo el amor amenazado es novelesco”. Por supuesto: las perdices siempre se comen fuera del libro, una vez terminado el cuento. Y añade Rougemont que los poetas cantan al amor como si se tratara de la verdadera vida, “pero esa vida verdadera es la vida imposible”.

Platón decía que Eros, el dios del amor, poseía una doble naturaleza, según fuera hijo de Afrodita Pandemos, la diosa del deseo carnal, o de Afrodita Urania, de los amores etéreos. Esta Afrodita era una divinidad de armas tomar; poseía unos poderes tan inmensos que, encabronada con Zeus por una tontera, se vengó de él: le obligó a perseguir ninfas y mujeres mortales, descuidando así a su esposa Hera. De modo que ya los antiguos estaban convencidos de que la fuerza enajenante del amor era capaz de poner en ridículo hasta al mismísimo Rey de todos los Dioses.

La pasión nunca aprende: siempre es idéntica, intacta, irreflexiva. “Pero cómo es posible que vuelva a estar haciendo otra vez a estas alturas las mismas huevadas”, suele bufar nuestra razón, espantada, cuando esperamos durante horas una llamada de teléfono que no llega jamás. “Es que yo no aprendo”, se queja el amante dolorido; y está en lo cierto, porque el amor permanece impermeable a la categórica experiencia. Todos hemos hecho tonterías por pasión, o amor, drogados en sus vapores agridulces, pero ni siquiera nos damos cuenta, si no bien transcurridos los días de enajenación. Pero, claro, es un poder tan imponente que produce devastaciones históricas. Como la Guerra de Troya, por ejemplo. La conclusión: un campo regado de cadáveres ilustres despanzurrados (Héctor, Aquiles, Patroclo, Paris) y un testimonio épico que luego estructuró “La Iliada”. Y toda esa cagada a consecuencia de un simple estremecimiento del corazón. Una calentura, en buenas cuentas.

Habría que navegar también,en el tema de la infidelidad y de las relaciones a tres bandas, una fórmula extremadamente común en el amor. René Girard (Mentira romántica, verdad novelesca) explica que el deseo siempre es triangular; que sólo deseamos lo que algún otro desea, hasta el punto de buscar que el amado sea infiel para poder renovar nuestra pasión por él. No es difícil que el(la) amante, le diga al otro: “Metete con ella(él)... poh, mmm no sabes cómo te veo ahí”, azuzándolo con un deleite enfermizo y maniático, todo para volver a sentir COMO la primera vez, como el drogadicto que busca su primigenia sensación de marasmo químico, el primer saque.

De manera que amar, a lo que parece, significa enajenarse, drogarse, perderse, buscar lo inalcanzable, desdeñar lo factible. Y este comportamiento es manifiestamente patológico, pero debe de responder a una necesidad muy básica y profunda del ser humano. Todas las pasiones son iguales y todas son al mismo tiempo diferentes, porque varía el escenario, las necesidades de cada cual, la manera en que nos enfrentamos a la felicidad y la desdicha. Andan allá afuera muchas patologías dando vueltas con faldas o en portafolios. Los amores perversos.

Y qué decir de esos amores perversos, como el del pintor Oskar Kokoschka, que, fuera de sí porque Alma Mahler (la esposa del compositor) había dejado de ser su amante, mandó construir una muñeca de tamaño natural que se le pareciera y convivió con ella durante cerca de un año, contratando incluso a una camarera para que la vistiese. Algo similar se aprecia en el osado filme gore alemán “Necroromantik”, en que una pareja de vivos, lleva a su cama a un cadáver (con fauna y flora cadavérica incluida) para renovar su alicaída pasión. O en la enfermiza y sadomasoquista pasión de los protagonistas de “Blue Velvet” del maestro del cine David Lynch. O como el celebérrimo caso de don Pedro I de Portugal e Inés de Castro. Don Pedro, heredero del trono portugués, acudió a la corte castellana para recoger a su prometida, la infanta Constanza, pero se enamoró de Inés de Castro, una bastarda emparentada con el rey de Castilla. Don Pedro se llevó a Portugal a las dos mujeres y tuvo tres hijos con Inés. A la muerte de Constanza, que era la esposa legal, Pedro se casó con Inés en secreto. La boda indignó de tal modo al rey Alfonso IV de Portugal, padre del príncipe, que mandó asesinar a la buenaza Inés. Entonces don Pedro le echó la foca a su padre, y tras diversas intrigas palaciegas, ya fiambre éste, ascendió al trono con el nombre de Pedro I. Para entonces ya hacía doce años que Inés había fallecido, pero lo primero que hizo el rey Pedro fue liquidar a los ejecutores de su mujercita, y lo segundo desenterrar el cadáver de su amada, vestirla con ropas majestuosas, sentarla en el trono junto a él y obligar a la Corte a desfilar ante las piltrafas repugnantes rindiendo honores. Vaya qué visión.
Esos amores perversos nos envuelven con su prosa, su empalagosa poesía, bajo sensuales faldas cortas, ojos atiborrados de brillo siliconado, cuerpos atléticos de machos alfas, una conversación inteligente de uno no tan alfa, la promesa de lo prohibido, la turbiedad disfrazada a veces, de modernidad imperante y libertad de sexo a mansalva, entre innumerables otros lugares comunes.

Todos (ingenuos) tendemos a creer que el prójimo es capaz de vivir esa plenitud que a nosotros mismos siempre nos es esquiva: el amor absoluto, la dicha completa. Craso error. La plenitud es un espejismo traicionero en el medio del sequísimo Neguev y los humanos somos seres precarios por definición. Incluso los llamados grandes hombres (entre los que hubo también muchas grandes mujeres) suelen tener vidas sentimentales desastrosas en cuanto entramos al detalle. El propio genio de Einstein y el insegurísimo Kafka vivieron relaciones sentimentales terribles y crueles de los que hay testimonios que ahora salen a la luz desde papers amarillentos sacados desde huraños sótanos del tiempo, llenos de escarabajos tamaño natural.

Lo último que leí era que se había descubierto que el Sistema Límbico, aquella selva profunda axónico-dendrítica del Cerebro en que tienen sus orígenes las emociones como lo son la pasión y más dudosamente la del amor, funciona con las reglas de la Física Cuántica (Planck) y no con la reglas de la Física Clásica ( Newton- a estas alturas, Einstein), de modo que hasta desde ese prisma se puede concluir que es un tema en el que hay mucho paño que cortar aún, quizás nunca pierda su misterio. Kenita y el Chino Ríos*** estarían dentro de las reglas de la Física Cuántica, y no dentro de las leyes del mercado económico, como dicen algunas lenguas de erizo.

Sigo pensando que ese amor es posible. Para qué perder las esperanzas.

Y quizás si ese no es el encanto último de la montaña rusa del vivir.




***
El texto fue redactado en Octubre de 2005, de ahí
el carácter mediático de la pareja retratada como ejemplo.